miércoles, 3 de marzo de 2010

José Luis Fernández Hernán nos habla sobre el poemario 'Ana Frank no puede ver la luna', de Pablo Méndez

Si imaginamos el tiempo personificado, como muchas veces se ha hecho con la muerte, y lo ponemos en relación con el transcurso de nuestra vida, podemos figurárnoslo como alguien que camina junto a nosotros, mejor dicho, al principio, en las primeras edades de la vida, detrás de nosotros, perezoso, acaso demasiado anciano y lento para nuestras prisas, pero en algún momento no determinado con precisión nos alcanza, pone su mano en nuestro hombro y nos hace volver la vista atrás, conversa un tiempo con nosotros mientras camina a la par y luego, inadvertidamente, echa a correr sin que nosotros, cada vez más cansados, al borde del agotamiento, sin embargo, podamos dejar de seguirle.

Se me han ocurrido estas figuraciones a propósito de la lectura del último libro de poesía de Pablo Méndez (Sí, decididamente, hay un momento en la vida en que el hombre descubre que tiene pasado, entiéndaseme, quiero decir que lo vivencia, que lo comprende carnalmente, si se me acepta la expresión.

En este momento la mirada, de continuo absorbida en lo por venir, se detiene en lo perdido y el ser experimenta la lluvia triste y dulce de la melancolía y, si ese ser alberga una voz poética, ingresa en el campo de la elegía.

Ana Frank no puede ver la luna (Ediciones Rilke, Madrid, 2010). Hermoso título. Sí, Ana Frank perdió para siempre la luna que en su diario deseó ver a ventana abierta. Ana Frank desposeída de su futuro, pero ¿qué es para nosotros lo pasado sino una desposesión del futuro? Hermoso título, digo, detrás del cual se vela el autor para hablar del propio sentimiento de pérdida. La poesía de Pablo Méndez se ha caracterizado siempre por una nota cordial, una nota sostenida, vertida, acaso sea mejor decir disimulada, en una retórica de sencillez y una simbolización realista. En otras palabras, Pablo Méndez es un autor tímido que defiende su pudor a través de la poética de lo indirecto.

En este libro, que se divide en tres secciones –'Gato viudo', 'París estación' y 'Pequeña estación abandonada (Definiciones)'– se manifiesta gradualmente el dolorido sentir, dicho garcilasianamente, se manifiesta de más a menos como si la pena hubiera estallado –siempre delicadamente– y luego se hubiera ido velando hasta desaparecer en los conceptos de la última parte. Es en la primera donde la muerte, la maga de las desapariciones, tiene una presencia constante y, por tanto, la poesía da cuenta de la pérdida y se hace elegíaca. Es la madre la pérdida mayor, pero también la de amigos o la de un cine de infancia. Es la soledad del padre y, claro, la del hijo. Es la viudez de Antonio Machado que el poeta revive en el cementerio de Soria, junto a la tumba de doña Leonor Izquierdo, y es la viudez del gato que da título a la sección y a uno de los mejores poemas del libro. Pero no sólo está lo que se perdió porque se tuvo, sino lo que se perdió porque nunca se tuvo, como en 'Consejo a un amigo', y junto a ello el consuelo del recuerdo, por ejemplo, en el parque de Gloria Fuertes donde el poeta imagina –sabe– que a ella le gustaría el vagabundo acostado en un banco o la pareja que se besará, o el consuelo de la poesía… “me queda tu jardín/ y la poesía…” del que no se elude el envés de la soledad “…me pregunto quién habrá puesto en mí/ […] esta obsesión que me ha dejado solo/ rodeado de hombres que ya son/ papeles y tinta, palabras y sombras” en 'Feria del libro antiguo y de ocasión'.

Pero, ¿qué son los temas si no son filtrados por una expresión poética suficiente? Precisamente el “dolorido sentir” se nos hace propio gracias a lo que antes he denominado retórica de la sencillez. Es la mirada pudorosa, la modestia del que no es que no pueda permitirse el derroche de las palabras lujosas sino que no quiere, la lúcida comprensión de que nuestra tristeza no vale más que las otras tristezas, que sólo vale porque hay otras tristezas, lo que caracteriza a este libro y, por extensión, a la poesía de su autor y lo que otorga esa nota emocionante sostenida, esa vibrante y apaciguada humanidad. Pero ocurre que si en su anterior libro, el magnífico Alcalá blues, el autor se preocupaba por los otros y sólo en el último poema se atrevía a hablar de sí mismo en tercera persona, en esta primera sección el yo se descubre en su fragilidad y desposesión.

No obstante, en la segunda, 'París estación', de nuevo es a través de otros, aquí escritores, como aparece la melancolía, escritores en París, todos muertos, Gómez de la Serna, Pablo Neruda, García Lorca, Ortega y Gasset…, de nuevo Machado, ahora paseando por los bulevares de la mano de Leonor, antes de que la tisis se declare, 'Una atmósfera fina', ida que rodeó a aquellos vivos como esta nuestra rodea ahora a estos vivos que somos nosotros.

La tercera sección, subtitulada 'Definiciones', una colección de aforismos poéticos, mitad conceptos, mitad greguerías, da fin al libro. Aquí todo está quintaesenciado, intelectualizado. Y sin embargo… “niño:/ lugar de donde/ nadie vuelve” o “conciencia:/ rumor del mar:/ herida sin sangre”, son ejemplos de cómo continúa el aire elegíaco. Yo prefiero el sentimiento sencillamente desatado de 'Gato viudo', pero otro preferirá éste. Sólo quiero añadir una cosa: quizás ante el dolor inevitable de vivir –junto a su esplendor– el autor haya encontrado consuelo escribiendo. Yo lo he encontrado leyéndolo. Le doy las gracias por ello.

José Luis Fernández Hernán

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